Tres familias al margen de la sociedad en Honduras - #REVISITED

Miércoles, Febrero 11, 2015 - 13:09

El fotoperiodista Nick Danziger está viajando actualmente con el autor Rory Maclean a ocho países como parte del proyecto #REVISITED – en el que están documentando el impacto de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), y la manera en que su progreso (o la falta del mismo) puede informar los objetivos del período posterior al 2015.

Desde el 2005, he estado dando seguimiento a tres familias en la capital de Honduras, Tegucigalpa – todos son originarios de la Isla Perdida, un barrio en expansión donde los residentes construyen viviendas en un terreno municipal que ha sido considerado no apto para ser habitado.

La historia de Francisca

Francisca es una mujer viuda que conocí durante mi primera visita a la Isla Perdida en el 2005. Después de 31 años de matrimonio, su esposo – incapaz de seguir viviendo con su alcoholismo – se suicidó. En el 2005, Francisca, quien nació en Nicaragua, cuidaba de 10 niños quienes en su mayoría vivían en su pequeño hogar, junto con sus dos yernos y dos nietos. En total, 12 miembros de su familia extendida vivían bajo el mismo techo, compartiendo su pequeña y abarrotada vivienda.

Francisca era la primera en levantarse a las 5 de la mañana, todos ellos se turnaban para lavarse y cepillarse los dientes sacando agua de un barril de aceite que es su reserva. Las hijas se ponen a trabajar lavando ropa en una loza de concreto y luego la planchan utilizando los brazos de su sillón como tabla de planchar. Los niños lustran sus propios zapatos. Durante la estación lluviosa, el agua a menudo se filtra en su casa y los deja sobre varias pulgadas de agua.

En el 2011, como en muchos barrios de la ciudad, este vecindario permanecía sobrepoblado y bullicioso, con poco o casi nada de espacio personal, pero ahora el vecindario está conectado a la red del fluido eléctrico, un desarrollo que cambió muchas de las vidas de los habitantes del barrio. En el momento en que las lluvias arrasaron muchos hogares, la ladera fue reforzada contra futuros deslizamientos de tierra. Los ánimos se crisparon rápidamente, la violencia de pandillas y familiar nunca está lejos, las mujeres sufren la peor parte de los abusos que ocurren. A menudo, son las mujeres las que deben abandonar el hogar y encontrar otra vivienda; la mayoría de las veces, deben sacrificar sus estándares de vida y trasladarse a colinas más y más alejadas del centro de la ciudad. Los crecientes incidentes de violencia doméstica no fueron reportados por temor a represalias.

Hoy, Francisca ha abandonado Isla Perdida. Vive en una casa de dos habitaciones propiedad de una hija (Blanca) en Agua Blanca, un área urbano marginal. Allí, cuida de su hijo invidente, Luis (19 años de edad). Ella – al igual que toda su familia – cree en el valor de la educación y, a la edad de 51 años, decidió completar su educación primaria. Su calidad de vida mejoró con el traslado a Agua Blanca, pero su existencia sigue siendo precaria. Sobre todo, ella y sus hijos lamentan el hecho de que – a pesar de su educación – no hay trabajos disponibles para ellos.

La historia de Franklin y María

En el 2005, pocos días antes de mi primera visita, la familia de María estaba durmiendo cuando la mitad de su casa fue arrasada por un deslizamiento de tierra. María nunca se preocupó por el peligro de vivir en la ladera de una montaña que continuaba erosionándose – no había otro lugar donde vivir. Todo lo que ella quería era reconstruir su casa, así que vendió la mitad de su tierra para poder hacerlo.  Durante los últimos 24 años, este lado de la colina ha sido su hogar. “Nosotros, Manuel [su esposo] y yo no tenemos nada más que a Franklin, es como si fuera mi propia sangre.”

La casa de María está construida con láminas de zinc y madera desechada que encontraron arroyo abajo en los vertederos de basura. Para obtener agua no tratada, tuvieron que cavar una zanja de 900 metros para conectarse a una tubería. Ni María ni su esposo pueden leer o escribir, pero Franklin estuvo en la escuela “porque esto será lo único bueno que le dejaremos, junto con esta casa”, explica ella. “Pienso que debe ser bonito poder leer y escribir. También pagamos clases de computación una vez por semana” agrega María, quien vende plátanos tostados para aumentar el ingreso de su esposo.

En el 2011, Franklin era un alumno estrella y el mejor en su clase de matemáticas. Su sueño era convertirse en banquero; sin embargo María, su abuela, y él mismo explican que es probable que no sea posible para él asistir a la escuela secundaria pues no tienen el dinero para pagar la tarifa de autobús desde su casa a la escuela y de regreso.

Hoy en día, Franklin ya no asiste a la escuela. Hace un año fue reclutado por una pandilla y persuadido para ganar dinero vendiendo drogas. La policía lo atrapó a él y a cuatro de sus compañeros de pandilla, dos de los cuales resultaron muertos. La vida de Franklin fue salvada por la intervención de su madre, Leonarda. Desde el incidente, Franklin ha tratado de salirse de la pandilla, pero su vida sigue bajo amenaza. Él duerme con un cuchillo a su lado.

Cintia y su madre, Reyna

En el 2005 y el 2010, Cintia vivió con su madre Reyna, su padre Venancio, y su hermana menor Evelyn. Cintia, quien tiene una grave discapacidad, a veces sonríe o parece tímida. A pesar de su parálisis cerebral “es a veces muy inquieta”, cuenta su madre. Reyna se queda en casa todos los días para cuidar de su hija mayor. Ella se encuentra en una situación difícil porque tiene que cuidar a Cintia 24 horas al día, por lo que no es capaz de conseguir un trabajo que le brinde un salario para poder pagar las cuotas de su hija en la escuela para niños con discapacidades.

Fue también muy duro para Reyna llevar a Cinthia a terapia al Centro Público de Rehabilitación, ya que es muy difícil, casi imposible, moverse con ella. Cuando salen de la casa (que rara vez sucede), Reyna debe cargar a Cintia en sus hombros pues no cuentan con una silla de ruedas. Reyna encuentra esto cada vez más difícil.

Hoy, poco ha cambiado para esta familia. Cintia continúa confinada a su casa; sin embargo, ya no sale pues es demasiado pesada para que Reyna la pueda cargar. Lo que es más, Reyna ahora sufre de dolores de espalda por tantos años de estar cargándola. Reyna, como muchos en La Isla Perdida, ya no cree que el gobierno la va a ayudar. Ella dice que ella es la única que puede ayudarse a sí misma y a su familia.

Reyna sueña con que su hija menor vaya a la universidad, pero duda que puedan costearlo. “Dicen que la escuela es gratuita, pero no es así. Algunas veces tenemos que tomar una decisión: compramos comida para la semana o compramos libros.”

Conclusión

Las tres familias a las que he dado seguimiento en Tegucigalpa son un microcosmos de lo que decenas de millones de familias están experimentando al vivir al margen de las ciudades de todo el mundo. Existen grandes interrogantes acerca de las cuestiones de sostenibilidad e igualdad que enfrentan estos habitantes de las ciudades, quienes a diario se ven afectados por una seguridad alimentaria deficiente, la falta de trabajos u oportunidades, y la inseguridad que rodea a la cultura de las drogas y la guerra de pandillas, que son una plaga dentro de estas comunidades. En muchos casos, los esfuerzos locales de desarrollo cambian vidas individuales, pero también se requiere de un cambio político.